(Lumière, Barcelona, febrero de 2012)

Introducción a la sesión

(...) Pero la destrucción de las imágenes puede darse de formas
más sutiles. À la barbe d'Ivan (Pierre Léon, 2010) y O proceso
de Artaud
 (Ramiro Ledo, 2010) podían leerse como un díptico
sobre las presiones de ciertas figuras autoritarias para borrar
el pensamiento individual. En la primera, la voz de Pierre Léon nos
relata el acoso de los altos cargos soviéticos a las decisiones
creativas de Sergei Eisenstein mientras vemos (con un acertado
montaje que intenta ser lo menos invasivo posible hasta llegar a
un clímax donde todas las posibilidades del cine de reapropiación
aparecen con tanta sutileza como humildad) el resultado que
finalmente pudo entregar el cineasta ruso. Léon va más allá de
la forzosa economía de medios para trabajar con los elementos
cinematográficos con pericia de artesano: en una doble corriente
de sencilla orfebrería, la pista de sonido nos lleva a buscar en la
imagen las cicatrices, las provocaciones, victorias y fracasos de
ese duelo con el poder castrador. La película de Ramiro Ledo
habla de esa supresión de las aristas incómodas desde otro
punto de vista: la paradójica expulsión de Antonin Artaud del
movimiento surrealista por no plegarse a las versiones oficiales
y al pensamiento de grupo es narrada a través del remontaje de
La Passion de Jeanne d'Arc (Carl Theodor Dreyer, 1928). Si Léon
nos hacía forzar la vista para descubrir la influencia de la maquinaria
pesada soviética en el celuloide, Ledo trabajaba en niveles más
bajos de autoridad, aunque no por ello menos aterradores. Cuando
existe un pensamiento verdaderamente libre, hasta la autoridad
más precaria comienza a temblar, y en O proceso de Artaud las
imágenes filmadas por Dreyer se utilizaban para presentar un
contrapunto subjetivo e irónico de los acontecimientos: el dramaturgo
pasa a ser el acusado de la película, los intertítulos del filme original
desaparecen para mostrar la transcripción del “juicio” a Artaud,
convirtiendo al grupo surrealista en el tribunal de la Inquisición.
Se trata de una transposición que uno sólo puede presenciar con
la más amarga de las medias sonrisas: un colectivo que por definición
se rebelaba contra las estructuras de poder termina convirtiéndose
en lo que más odiaba. El trabajo de montaje de Ramiro Ledo, elevando
a protagonista a Artaud (apenas figurante en la obra original de Dreyer),
parece señalar con la forma el fondo del filme: el peligro de convertir
el colectivo en masa, de renunciar al valor del individuo.

Miguel García

 

artículo publicado en Revista Lumière

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