(El viento sopla donde quiere, elmundo.es, 14 de mayo de 2013)

"Primavera tardía"

VidaExtra, de Ramiro Ledo: otra película que parece nacer estigmatizada, condenada
a cierta invisibilidad o a un circuito reducido, especializado, de puertas adentro. Y es
triste eso, porque esta película evoca como ninguna otra una experiencia común, vivida,
o al menos largamente discutida y ensayada, repetida hasta casi hartarnos pero que
aquí vuelve con la fuerza inusitada de un reflejo multiplicado. La vi en Buenos Aires hace
unas semanas, dentro de un festival inabarcable como es el Bafici, repleto de películas
para dar y tomar y de todos los colores, en una proyección al filo de la madrugada y con
algunos amigos españoles repartidos por el patio de butacas.

Hubo cierta incredulidad, y un silencio al final donde solo cabía el agradecimiento, la
sensación de haber presenciado algo insólito tratándose a la vez de la película más simple,
por desacostumbrada y rauda: una de esas películas que preferimos tildar de difíciles para
ahorrarnos el trabajo de tener que contarlas. Pero lo cierto es que pocos pudieron escapar
de ella y algunos anduvimos toda la noche dándole vueltas. Su dispositivo es más sencillo
de lo que parecía. Hay una primera parte que es casi un enunciado de lo que vendrá:
imágenes de archivo que asocian fechas, lugares, movimientos que se repiten,"el entrecruzamiento
de temporalidades como forma de hacer saltar el presente", a través de Peter Weiss y su
Estética de la resistencia. Escuchamos voces familiares, discursos asamblearios, ecos de aquel
25 de septiembre de 2010, en Barcelona, cuando un grupo de personas ocupó el Banco de
Crédito Español en vísperas de la huelga general que se produciría unos días después. Imágenes
borrosas, desenfocadas, respetuosas; es decir: libres de cualquier uso manipulador, lo
contrario a tantas películas que convierten el acto reivindicativo en un folclore traicionero.

Cineastas con intereses tan dispares como Sylvain George, Basilio Martín Patino o Tony Gatlif
coinciden en la puerta de Sol para registrar las consignas y los gestos de los indignados y
luego imponen un discurso desde su mesa de montaje, pero Ramiro Ledo prefiere regresar
a casa con sus imágenes temblorosas, y se pone a grabar a cuatro amigos en clave menor,
cuando las emociones se han entrecortado, casi en retirada pero con la sangre aún caliente.
Allí donde la mayoría de los cineastas se dejan tentar por las alegorías, Ledo se aboca a
una película de cámara, de un solo plano fijo que recorrerá la segunda mitad del film. Un plano
aparentemente azaroso, incómodo, que sitúa a su figura central de espaldas a cámara y al
resto de personajes en posiciones igualmente desfavorecedoras, pero que resulta ser un
plano incansable, demoledor, que trabaja como una termita, erosionando cualquier prejuicio
para llevarnos a la más inmensa claridad; porque en ese plano cabemos todos, y todos
estamos invitados a discutir, maldecir, reír, bostezar, a cagarnos en nuestros padres y
en nosotros mismos.

Se plantean nuevas ilusiones que se desvanecen al hilo de la propia conversación, entre
alusiones directas a los renovados procesos asamblearios y a los que se erigen en sus
portavoces, pero también a las esperanzas puestas en una huelga no dirigida por los sindicatos
sino por la sociedad civil. Se escuchan todo tipo de comentarios, muchos de ellos perfectamente
reconocibles, tantas veces formulados de maneras más o menos parecidas acerca de nuevas
formas de compromiso ciudadano, reivindicaciones legítimas, herencias recibidas y precariedades
varias. La película se convierte así en un nuestro particular aquellarre generacional, y el brujo
no es otro que Ledo, montando las conversaciones casi sin que nos demos cuenta, no con
afán manipulador sino para extraer una verdad condensada, hasta que la luz del atardecer
se filtra definitivamente a través de un reflejo del cuarto y nos revela la verdadera naturaleza
del plano, que ha ido marchando en sentido inverso, en una especie de flashforward emocional
que nos dislocará definitivamente.

No debe ser casual que el mismo cineasta que había realizado O proceso de Artaud, aquel
corto admirable, demostrando conocer el poder manipulador de las imágenes y las palabras,
haya terminado haciendo una película como esta; una película que no se presta a malentendidos
de ningún tipo ni aspira a hacer propaganda de nada, sino a crear un verdadero espacio para
la autocrítica y la higiene personal de cada uno, lo contrario a un lavado de conciencia.

El propio director habla de ella con timidez, como si no estuviera seguro del todo, algo que
debería dar fe de su auténtico valor si no fuera porque en este mundo suele irle mejor al
que saca pecho y acaba imponiendo presunciones sobre sí mismo. Ramiro Ledo, en cambio,
ha hecho una película para ponerse en duda, y de paso, ponernos en duda a todos. Es difícil
no sentirse interpelado por ella, estés de acuerdo o no con lo que se dice y se muestra.
VidaExtra concede un nuevo asalto a la discusión, y uno sale de verla con cierta sensación
de derrota, pero una de esas derrotas que te hacen sobrevivir, con ganas de retomar la
conversación hasta que se haga de día, y otra vez de noche, mientras el cuerpo aguante,
y hasta donde haga falta. 

Jonás Trueba

artículo publicado en elmundo.es